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Reacciones a la caída de Babilonia (Rev. 18:9-20)
9 Y los reyes de la tierra que han fornicado con ella, y con ella han vivido en deleites, llorarán y harán lamentación sobre ella, cuando vean el humo de su incendio,
10 parándose lejos por el temor de su tormento, diciendo: ¡Ay, ay, de la gran ciudad de Babilonia, la ciudad fuerte; porque en una hora vino tu juicio!
11 Y los mercaderes de la tierra lloran y hacen lamentación sobre ella, porque ninguno compra más sus mercaderías;
12 mercadería de oro, de plata, de piedras preciosas, de perlas, de lino fino, de púrpura, de seda, de escarlata, de toda madera olorosa, de todo objeto de marfil, de todo objeto de madera preciosa, de cobre, de hierro y de mármol;
13 y canela, especias aromáticas, incienso, mirra, olíbano, vino, aceite, flor de harina, trigo, bestias, ovejas, caballos y carros, y esclavos, almas de hombres.
14 Los frutos codiciados por tu alma se apartaron de tí, y todas las cosas exquisitas y espléndidas te han faltado, y nunca más las hallarás.
15 Los mercaderes de estas cosas, que se han enriquecido a costa de ella, se pararán lejos por el temor de su tormento, llorando y lamentando,
16 y diciendo: ¡Ay, ay, de la gran ciudad, que estaba vestida de lino fino, de púrpura y de escarlata, y estaba adornada de oro, de piedras preciosas y de perlas!
17 Porque en una hora han sido consumidas tantas riquezas. Y todo piloto, y todos los que viajan en naves, y marineros, y todos los que trabajan en el mar, se pararon lejos;
18 y viendo el humo de su incendio, dieron voces, diciendo: ¿Qué ciudad era semejante a esta gran ciudad?
19 Y echaron polvo sobre sus cabezas, y dieron voces, llorando y lamentando, diciendo: ¡Ay, ay de la gran ciudad, en la cual todos los que tenían naves en el mar se habían enriquecido de sus riquezas; pues en una hora ha sido desolada!
20 Alégrate sobre ella, cielo, y vosotros, santos, apóstoles y profetas; porque Dios os ha hecho justicia en ella.
v9-10 Tres clases de personas se lamentan de la destrucción de Jerusalén. El primer grupo comprende a los reyes de la tierra, las naciones del imperio que ayudó y fue cómplice del infiel pueblo del pacto en su apostasía contra Dios. La destrucción de la ramera es para ellos una señal terrible del riguroso e inexorable juicio de Dios. Ven el humo de su incendio – un símbolo que ha sido tomado presstado de la destrucción de Sodoma (Gen. 19:28) y la posterior destrucción metafórica de la caída de Edom (Is. 34:10) – y se les recuerda que un juicio similar contra ellos no puede tardar. Dios declaró al profeta Jeremías que las naciones de la tierra serían obligadas a beber de la copa de su ira ardiente: “Y si no quieren tomar la copa de tu mano para beber, les dirás tú: Así ha dicho Jehová de los ejércitos: Tenéis que beber. Porque he aquí que a la ciudad en la cual es invocado mi nombre yo comienzo a hacer mal; ¿y vosotros seréis absueltos? No seréis absueltos; porque espada traigo sobre todos los moradores de la tierra, dice Jehová de los ejércitos» (Jer. 25:28-29).
El lamento de cada grupo termina con las palabras: ¡Ay, ay, de la gran ciudad! Esta expresión resultaría de gran importancia para los que vivieron en Jerusalén en los años antes y durante la tribulación. Josefo cuenta de un profeta judío (es interesante que su nombre fuera Jesús) en los últimos días, cuyo lamento de “¡Ay, ay¡» se volvió un aspecto familiar de la vida en la ciudad.
Un presagio aún más alarmante había aparecido cuatro años antes de la guerra, cuando profunda paz y prosperidad todavía prevalecían en la ciudad [es decir, en el año 62 d. C.]. Un tal Jesús, hijo de Ananías, un campesino inculto, vino a la fiesta en la cual se esperaba que cada judío erigiera un tabernáculo para Dios [es decir, la Fiesta de los Tabernáculos, o Sukkoth]; estando de pie en los atrios del templo, súbitamente comenzó a exclamar: “¡Voz desde el oriente, voz desde el occidente, voz desde los cuatro vientos, voz contra Jerusalén y el santuario, voz contra el Esposo y la Esposa, voz contra todo el pueblo!» Día y noche expresaba su lamento, mientras iba por todos los callejones.
Algunos de los principales ciudadanos, sumamente molestos por estos ominosos pronunciamientos, echaron mano del hombre y le golpearon salvajemente. Pero él, sin pronunciar ni una sola palabra en su propia defensa, ni para información privada de los que le golpeaban, persistía en hacer las mismas amonestaciones que antes. Por consiguiente, los magistrados, entendiendo correctamente que algún impulso sobrenatural era la causa de su conducta, le llevaron con el gobernador romano. Allí, aunque flagelado con látigos hasta dejar al descubierto sus huesos, ni imploró misericordia, ni derramó una sola lágrima, sino que, alzando su voz hasta convertirla en un grito extremadamente lúgubre, respondía a cada golpe con las palabras: “¡Ay, ay, de Jerusalén!» Cuando Albino, el gobernador, le preguntó quién era, de dónde venía, y por qué clamaba de esta manera, no respondió en absoluto, sino que incesantemente repetía su endecha por la ciudad, hasta que Albino le soltó, juzgándole loco.
Durante todo este tiempo, hasta que estalló la guerra, nunca se acercó a ningún otro ciudadano, ni se le vio hablando con ninguno, sino que, diariamente, como una oración que hubiese memorizado, recitaba su lamento: “¡Ay, ay de Jerusalén!» Nunca maldijo a ninguno de los que le golpeaban día tras día,ni dio las gracias a los que le daban alimento; su única respuesta para cualquier persona era su melancólica predicción.
Su voz se oía sobre todo en los festivales. Así, durante siete años y cinco meses, continuó su lamento, permaneciendo su voz tan fuerte como siempre y su vigor constante, hasta que, durante el sitio, después de ver el cumplimiento de su presagio, fue silenciado. Estaba yendo de una parte para otra, gritando con tono de voz penetrante desde el muro: “¡Ay, ay, una vez más contra la ciudad, y el pueblo, y el templo!» Entonces, cuando añadió una última palabra – “¡Y ay de mí también!» – una piedra lanzada desde una catapulta le golpeó, matándole en el acto. Así, con esos mismos presagios todavía en sus labios, encontró su fin. 7
v11-17a El segundo y mayor grupo de plañideros consiste de los mercaderes de la tierra, llorando porque nadie compra más sus mercaderías. La riqueza de Jerusalén era resultado directo de las bendiciones prometidas en Levítico 26 y Deuteronomio 28. Dios la había hecho un gran centro comercial, pero ella había abusado del don. Aunque hay similitudes entre la lista de mercaderías aquí y las de Ezek. 27:12-24 (una profecía contra Tiro), es probable que los artículos reflejan principalmente el templo y el comercio que lo rodeaba. Ford observa que “el comercio exterior tenía gran influencia sobre la ciudad santa, y al templo le tocaba la mayor parte. Los artículos principales eran productos alimenticios, metales preciosos, artículos de lujo, y materiales de vestir». 8 Josefo describió la lujosa riqueza de la fachada del templo (comp. Lk. 21:5): “La primera entrada medía 70 codos de altura y 25 de anchura; no tenía puertas, y exhibía sin estorbos la vasta expansión del cielo; el frente entero estaba cubierto de oro; a través de él el arco del primer atrio era plenamente visible en toda su grandeza para cualquier observador, y los alrededores de la entrada interior, todos ellos resplandecientes de oro, llamaban la atención del que los contemplara. … La entrada que conducía hacia dentro del edificio estaba, como he dicho, completamente recubierta de oro, igual que la pared entera que la rodeaba. Por encima de ella, además, estaban las parras, de oro, de las cuales colgaban racimos de uvas de la altura de un hombre. En frente de los racimos colgaba un velo de igual longitud, de tapiz babilónico, bordado en azul, escarlata, y púrpura, y lino fino, trabajado con maravillosa destreza. … El exterior del santuario no carecía de nada que no pudiera asombrar la mente o los ojos. Revestido por todos lados con macizas planchas de oro, reflejaba los primeros rayos del sol con un resplandor tan fuerte que los que lo miraban se veían obligados a apartar los ojos, como si estuvieran mirando los mismos rayos del sol. Al acercarse los desconocidos, se les asemejaba, en la distancia una montaña cubierta de nieve; pues cualquier parte que no estuviera cubierta de oro era del blanco más puro»
9 Y los reyes de la tierra que han fornicado con ella, y con ella han vivido en deleites, llorarán y harán lamentación sobre ella, cuando vean el humo de su incendio,
10 parándose lejos por el temor de su tormento, diciendo: ¡Ay, ay, de la gran ciudad de Babilonia, la ciudad fuerte; porque en una hora vino tu juicio!
11 Y los mercaderes de la tierra lloran y hacen lamentación sobre ella, porque ninguno compra más sus mercaderías;
12 mercadería de oro, de plata, de piedras preciosas, de perlas, de lino fino, de púrpura, de seda, de escarlata, de toda madera olorosa, de todo objeto de marfil, de todo objeto de madera preciosa, de cobre, de hierro y de mármol;
13 y canela, especias aromáticas, incienso, mirra, olíbano, vino, aceite, flor de harina, trigo, bestias, ovejas, caballos y carros, y esclavos, almas de hombres.
14 Los frutos codiciados por tu alma se apartaron de tí, y todas las cosas exquisitas y espléndidas te han faltado, y nunca más las hallarás.
15 Los mercaderes de estas cosas, que se han enriquecido a costa de ella, se pararán lejos por el temor de su tormento, llorando y lamentando,
16 y diciendo: ¡Ay, ay, de la gran ciudad, que estaba vestida de lino fino, de púrpura y de escarlata, y estaba adornada de oro, de piedras preciosas y de perlas!
17 Porque en una hora han sido consumidas tantas riquezas. Y todo piloto, y todos los que viajan en naves, y marineros, y todos los que trabajan en el mar, se pararon lejos;
18 y viendo el humo de su incendio, dieron voces, diciendo: ¿Qué ciudad era semejante a esta gran ciudad?
19 Y echaron polvo sobre sus cabezas, y dieron voces, llorando y lamentando, diciendo: ¡Ay, ay de la gran ciudad, en la cual todos los que tenían naves en el mar se habían enriquecido de sus riquezas; pues en una hora ha sido desolada!
20 Alégrate sobre ella, cielo, y vosotros, santos, apóstoles y profetas; porque Dios os ha hecho justicia en ella.
v9-10 Tres clases de personas se lamentan de la destrucción de Jerusalén. El primer grupo comprende a los reyes de la tierra, las naciones del imperio que ayudó y fue cómplice del infiel pueblo del pacto en su apostasía contra Dios. La destrucción de la ramera es para ellos una señal terrible del riguroso e inexorable juicio de Dios. Ven el humo de su incendio – un símbolo que ha sido tomado presstado de la destrucción de Sodoma (Gen. 19:28) y la posterior destrucción metafórica de la caída de Edom (Is. 34:10) – y se les recuerda que un juicio similar contra ellos no puede tardar. Dios declaró al profeta Jeremías que las naciones de la tierra serían obligadas a beber de la copa de su ira ardiente: “Y si no quieren tomar la copa de tu mano para beber, les dirás tú: Así ha dicho Jehová de los ejércitos: Tenéis que beber. Porque he aquí que a la ciudad en la cual es invocado mi nombre yo comienzo a hacer mal; ¿y vosotros seréis absueltos? No seréis absueltos; porque espada traigo sobre todos los moradores de la tierra, dice Jehová de los ejércitos» (Jer. 25:28-29).
El lamento de cada grupo termina con las palabras: ¡Ay, ay, de la gran ciudad! Esta expresión resultaría de gran importancia para los que vivieron en Jerusalén en los años antes y durante la tribulación. Josefo cuenta de un profeta judío (es interesante que su nombre fuera Jesús) en los últimos días, cuyo lamento de “¡Ay, ay¡» se volvió un aspecto familiar de la vida en la ciudad.
Un presagio aún más alarmante había aparecido cuatro años antes de la guerra, cuando profunda paz y prosperidad todavía prevalecían en la ciudad [es decir, en el año 62 d. C.]. Un tal Jesús, hijo de Ananías, un campesino inculto, vino a la fiesta en la cual se esperaba que cada judío erigiera un tabernáculo para Dios [es decir, la Fiesta de los Tabernáculos, o Sukkoth]; estando de pie en los atrios del templo, súbitamente comenzó a exclamar: “¡Voz desde el oriente, voz desde el occidente, voz desde los cuatro vientos, voz contra Jerusalén y el santuario, voz contra el Esposo y la Esposa, voz contra todo el pueblo!» Día y noche expresaba su lamento, mientras iba por todos los callejones.
Algunos de los principales ciudadanos, sumamente molestos por estos ominosos pronunciamientos, echaron mano del hombre y le golpearon salvajemente. Pero él, sin pronunciar ni una sola palabra en su propia defensa, ni para información privada de los que le golpeaban, persistía en hacer las mismas amonestaciones que antes. Por consiguiente, los magistrados, entendiendo correctamente que algún impulso sobrenatural era la causa de su conducta, le llevaron con el gobernador romano. Allí, aunque flagelado con látigos hasta dejar al descubierto sus huesos, ni imploró misericordia, ni derramó una sola lágrima, sino que, alzando su voz hasta convertirla en un grito extremadamente lúgubre, respondía a cada golpe con las palabras: “¡Ay, ay, de Jerusalén!» Cuando Albino, el gobernador, le preguntó quién era, de dónde venía, y por qué clamaba de esta manera, no respondió en absoluto, sino que incesantemente repetía su endecha por la ciudad, hasta que Albino le soltó, juzgándole loco.
Durante todo este tiempo, hasta que estalló la guerra, nunca se acercó a ningún otro ciudadano, ni se le vio hablando con ninguno, sino que, diariamente, como una oración que hubiese memorizado, recitaba su lamento: “¡Ay, ay de Jerusalén!» Nunca maldijo a ninguno de los que le golpeaban día tras día,ni dio las gracias a los que le daban alimento; su única respuesta para cualquier persona era su melancólica predicción.
Su voz se oía sobre todo en los festivales. Así, durante siete años y cinco meses, continuó su lamento, permaneciendo su voz tan fuerte como siempre y su vigor constante, hasta que, durante el sitio, después de ver el cumplimiento de su presagio, fue silenciado. Estaba yendo de una parte para otra, gritando con tono de voz penetrante desde el muro: “¡Ay, ay, una vez más contra la ciudad, y el pueblo, y el templo!» Entonces, cuando añadió una última palabra – “¡Y ay de mí también!» – una piedra lanzada desde una catapulta le golpeó, matándole en el acto. Así, con esos mismos presagios todavía en sus labios, encontró su fin. 7
v11-17a El segundo y mayor grupo de plañideros consiste de los mercaderes de la tierra, llorando porque nadie compra más sus mercaderías. La riqueza de Jerusalén era resultado directo de las bendiciones prometidas en Levítico 26 y Deuteronomio 28. Dios la había hecho un gran centro comercial, pero ella había abusado del don. Aunque hay similitudes entre la lista de mercaderías aquí y las de Ezek. 27:12-24 (una profecía contra Tiro), es probable que los artículos reflejan principalmente el templo y el comercio que lo rodeaba. Ford observa que “el comercio exterior tenía gran influencia sobre la ciudad santa, y al templo le tocaba la mayor parte. Los artículos principales eran productos alimenticios, metales preciosos, artículos de lujo, y materiales de vestir». 8 Josefo describió la lujosa riqueza de la fachada del templo (comp. Lk. 21:5): “La primera entrada medía 70 codos de altura y 25 de anchura; no tenía puertas, y exhibía sin estorbos la vasta expansión del cielo; el frente entero estaba cubierto de oro; a través de él el arco del primer atrio era plenamente visible en toda su grandeza para cualquier observador, y los alrededores de la entrada interior, todos ellos resplandecientes de oro, llamaban la atención del que los contemplara. … La entrada que conducía hacia dentro del edificio estaba, como he dicho, completamente recubierta de oro, igual que la pared entera que la rodeaba. Por encima de ella, además, estaban las parras, de oro, de las cuales colgaban racimos de uvas de la altura de un hombre. En frente de los racimos colgaba un velo de igual longitud, de tapiz babilónico, bordado en azul, escarlata, y púrpura, y lino fino, trabajado con maravillosa destreza. … El exterior del santuario no carecía de nada que no pudiera asombrar la mente o los ojos. Revestido por todos lados con macizas planchas de oro, reflejaba los primeros rayos del sol con un resplandor tan fuerte que los que lo miraban se veían obligados a apartar los ojos, como si estuvieran mirando los mismos rayos del sol. Al acercarse los desconocidos, se les asemejaba, en la distancia una montaña cubierta de nieve; pues cualquier parte que no estuviera cubierta de oro era del blanco más puro»